La vida de Gabriel Maro había sido, hasta aquel fatídico día, una búsqueda interminable de significado. A sus 75 años, había leído cientos de libros, explorado múltiples filosofías y reflexionado sobre el propósito de la existencia, pero nunca encontró una respuesta que le llenara el alma. Hasta que murió.

Era una noche de otoño, fría y silenciosa, con las hojas doradas cayendo sobre el porche de su hogar en Asheville, Carolina del Norte. Se encontraba solo, como tantas otras noches, con su Biblia abierta en el regazo, cuando un repentino dolor en el pecho lo hizo doblarse de agonía. Un dolor cortante, profundo, que no dejó espacio para gritos ni súplicas. Su cuerpo colapsó, pero su alma despertó.

Lo que sucedió después desafió toda lógica, toda ciencia, todo lo que jamás había creído posible. No sintió miedo. No sintió dolor. Solo sintió paz. Una luz dorada y cálida lo rodeó, envolviéndolo con una sensación de amor absoluto, un amor tan vasto que hizo que todas las preocupaciones, todos los errores y todas las preguntas de su vida parecieran insignificantes.

Se encontró flotando sobre su cuerpo inmóvil, viendo con una claridad imposible cómo su forma terrenal yacía sin vida en el suelo. Pero él estaba vivo. Más vivo de lo que jamás había estado. Y entonces lo vio.

No era la imagen de los cuadros ni la versión de los libros. Era la presencia pura de Dios, un ser de luz radiante que lo miraba con un amor tan profundo que Gabriel sintió cómo su alma temblaba. No había juicio en sus ojos, solo verdad.

“Gabriel,” dijo Jesús, con una voz que resonaba no solo en su mente, sino en todo su ser. “Hoy te mostraré aquello que tu alma ha buscado toda tu vida.”

Y con esas palabras, todo cambió.

Se encontró en un espacio sin tiempo, un lugar donde el pasado, el presente y el futuro parecían entrelazarse como hilos de una misma verdad. Vio su vida entera proyectada ante él, cada elección, cada error, cada acto de bondad y cada momento en que había ignorado el llamado de Dios. Y entonces, vio algo que nunca antes había notado.

En su mano había una marca.

Un símbolo brillante, dorado, con la forma de una M perfectamente delineada en la piel. Era como si su mano irradiara una luz propia. Miró hacia Jesús con asombro, buscando respuestas, y en ese momento se dio cuenta:

Jesús también tenía la misma marca en su mano.

“Gabriel, esta marca no es un accidente,” dijo Jesús, su voz llena de una solemnidad sagrada. “Es un signo, una señal de algo más grande que tú mismo. La has llevado toda tu vida, pero nunca supiste su significado.”

Gabriel sintió un escalofrío recorrer su alma. ¿Por qué nunca había notado aquella marca antes? ¿Por qué nadie le había hablado de esto?

“El mundo ha olvidado,” continuó Jesús. “Pero hoy, te revelaré el verdadero significado de la ‘M’.”

La primera verdad: “M” de Misericordia.

“Los que llevan esta marca han sido llamados a mostrar amor y compasión, a extender misericordia incluso cuando el mundo les dice que no lo hagan. Han sido elegidos para ser faros de luz en la oscuridad, para sanar heridas invisibles con actos de bondad. Esta es la primera prueba de su llamado.”

Gabriel vio imágenes de su vida. Los momentos en los que había mostrado compasión, y aquellos en los que se había quedado en silencio cuando alguien necesitaba ayuda. Cada acto de amor se iluminaba como una estrella, y cada momento de indiferencia dejaba una sombra.

La segunda verdad: “M” de Misión.

“Cada persona que lleva esta marca tiene un propósito específico en la vida, una tarea que solo ellos pueden cumplir. Algunos están destinados a enseñar, otros a sanar, otros a liderar, pero todos han sido llamados a transformar el mundo con el amor de Dios.”

Gabriel sintió un peso sobre su corazón. ¿Había cumplido su misión? ¿O había pasado su vida ignorando el propósito que Dios tenía para él?

La tercera verdad: “M” de Mesías.

“Esta marca es un recordatorio de que todo camino, toda verdad y toda vida deben llevar de vuelta a mí,” dijo Jesús, señalando su propio símbolo resplandeciente. “Porque sin mí, el propósito carece de sentido, y la misión se convierte en un camino sin destino.”

Las palabras de Jesús ardieron en el alma de Gabriel. Todo lo que había buscado, todo lo que había leído, todas las preguntas que habían atormentado su mente durante décadas, de repente tenían respuesta.

Pero entonces, una nueva duda cruzó su mente. ¿Qué pasa con aquellos que no tienen la “M”?

Jesús lo miró con ternura. “No todos llevan la marca en su piel, pero todos llevan un propósito en su alma.”

Y entonces, le mostró cuatro grupos de personas que no tienen la “M” en sus manos.

El primero: Los que tienen una misión oculta. Son aquellos cuya misión no es reconocida por el mundo, pero que llevan en su corazón el llamado de Dios. Los humildes, los que trabajan en silencio, los que sirven sin esperar recompensa.

El segundo: Los que aún no han despertado. Son aquellos que todavía están buscando su propósito, que han sido cegados por el ruido del mundo, pero que algún día entenderán la voz de Dios en su interior.

El tercero: Los que han rechazado su misión. Personas que sintieron el llamado pero lo ignoraron, que prefirieron la comodidad del mundo a la verdad de Dios. Jesús los miraba con tristeza, pero también con esperanza. “Mientras haya vida, hay oportunidad de volver,” dijo.

El cuarto: Los que no necesitan la marca. Son aquellos cuya luz es tan grande que no necesitan un signo visible. Sus almas irradian el amor de Dios en todo lo que hacen.

Gabriel cayó de rodillas, llorando de arrepentimiento y gratitud.

“Señor, ¿tengo otra oportunidad? ¿Puedo aún cumplir mi misión?”

Jesús sonrió. “No es tarde, Gabriel. Has despertado. Ahora ve y cuéntale al mundo lo que has visto.”

Y con esas palabras, la luz se apagó.

Gabriel despertó en su hogar. Su corazón latía. Su cuerpo estaba vivo.

Pero él ya no era el mismo.

Sabía que no podía quedarse callado. Debía hablar. Debía compartir la verdad.

La marca de la “M” no era un simple rasgo en la piel. Era un llamado. Una advertencia. Una oportunidad.

Y ahora, sabía que el mundo necesitaba escuchar este mensaje.

Antes de que fuera demasiado tarde.